Para mí la ducha es un acto reflexivo, de purificación y meditación. Sé que no está bien gastar agua, pero cuando las suaves gotas caen sobre mi espalda me trasporto a otro mundo y el tiempo se vuelve relativo. En ocasiones, medito hasta tal punto que muchos lo llamarían delirio o locura, pues llego a soñar despierto, inconsciente por momentos de que estoy en mi cuarto de baño, cumpliendo una rutina tan simple como la de lavarse. Esta historia versa sobre la que  fue la meditación más transcendental que he tenido jamás y debo aclarar que he asistido a meditaciones de todo tipo. Fue hace un año o dos, no lo recuerdo exactamente, pero sé que llevaba meses sin escribir. Cuando no escribo mi espalda se curva y mi humor también, soy un adicto sin su dosis, dejo de brillar y dejo de disfrutar de estar vivo. Por ello, seguramente, llegaría aquella visión en modo de advertencia, a la que hice caso omiso hasta que inicié mi blog, hace cosa de un mes.

Me encontraba en el cielo, pues había muerto ese mismo día, había asistido a mi entierro, había llorado (en la vida real, bajo mi ducha, también había llorado (y más que iba a llorar)), había visto a familiares, a amigos y a mi pareja reaccionar ante mi fallecimiento, fue duro ver sus juicios, aunque alguno de ellos sintiera verdadera pena por mi marcha. Acto seguido, mis devaneos me dirigieron hacia la luz de la que siempre se habla en estos casos y fui al cielo. Allí conocí a San Pedro que se encargaba, más que de guardar las puertas del cielo como nos han hecho creer, de hacerte de guía por tu cielo propio.

En mi ensoñación, cada uno tenía su cielo que era una enorme casa formada por cientos de habitaciones. Les hablaré de la mía, aunque mi intención es llegar a la última habitación, a la que hoy provoca que quiera explicarles todo esto. Uno de los cuartos era un salón, en su centro había un sofá amplio, como una cama, una televisión de todas las pulgadas posibles ocupaba una pared, conectada a ella había videojuegos y altavoces. Al lado del sofá, blanca y reluciente, se encontraba una nevera con comida infinita. Mi chica, mi amada, que era todo lo que importaba en realidad, estaba en el sofá esperándome, con esa sonrisa que la hace ser ella. Era tan ideal ese cielo, que me di por satisfecho al instante. Me habría quedado allí por siempre, si San Pedro no me hubiera insistido en seguir el recorrido.

La siguiente era una cancha de todos los deportes habidos y por haber. Había un comando en una pared, según me explicó mi canonizado guía, en que podías elegir el deporte que más te apeteciera, incluso me dijo que podía elegir que lloviera, hiciera frío o sol. Y, cómo había ocurrido en la anterior habitación, lo importante no eran las paredes, sus muebles y funciones, porque todos mis amigos me esperaban para jugar con ellos a cualquier cosa, sin cansarnos jamás si le dábamos a cierto botón del panel de control. El pobre Pedro me sacó de allí estirándome de una oreja, cuando yo ya estaba montando los equipos para jugar un partidito de fútbol, con lluvia y sobre el barro, quería épica, pero, al fin, llegamos a la habitación que propicia esta historia.

Se abrió la puerta y de dentro salió una luz sublime, un rayo ensordecedor de iluminación directa que me rebanó los ojos y luego los volvió a coser. Un gigantesco ventanal ocupaba su centro, fuera podían divisare tres soles colocados de tal forma que jamás quedaba una porción sin luz natural, a pesar del enmarañado laberinto de estanterías de alturas superlativas, repletas de libros. Era una biblioteca de ensueño, nunca mejor dicho, las estanterías eran infinitas, de esas que solo se ven en las películas, en que hay que subir a escaleras larguísima para buscar los libros. Había una infinidad de pisos, mirar hacia arriba me produjo hasta vértigo, y en cada piso se repetía la exagerada sobrepoblación de libros. Jamás vi algo tan hermoso. En las mesas, aparte de cómodos sillones en que sentarse a leer, había ordenadores y máquinas de escribir, cuadernos con bolígrafos, plumas y lápices. Era un monumento a la literatura, al que para mí es, y será, el arte absoluto, plasmar palabras en un papel, ensuciarlo de tinta, blasfemar, amar y morir en sus líneas.

Cuando mis ojos se acostumbraron a la fascinación y el brillo, caí en la cuenta de que había gente allí, andaban entre las estanterías, leían, hablaban flojito entre ellos, algunos me miraban y se acercaban. Un hombre gordo y calvo me dio la mano y me propinó una sonrisa que me ahuecó las costillas… era Pablo Neruda, tras él se encontraban Quevedo que, distraído, ojeaba un libro, Benedetti y Bécquer, que hablaban entre ellos coloquialmente, y Ángel González (mi escritor favorito), que me miraba por encima de sus gafas desde un sillón. También había gente a la que no reconocía por su aspecto sino porque era mi sueño y sabía quién eran: Delibes, Rosalía de Castro, Stevenson… Lloré de contemplar aquella maravilla, miré a San Pedro confundido, aquello era el cielo de los escritores y yo llevaba meses sin escribir, yo odiaba lo que escribía, despreciaba mi arte y me daba vergüenza ensuciar papel con mi prosa ridícula y mis poemas pretenciosos que no llegaban a nada.

—¿Qué hago aquí? Yo no soy un escritor relevante. Soy un aficionado que no es capaz de escribir nada bueno— le pregunté entre lágrimas.

— No es del todo así— me dijo Neruda, con una imponente voz, la suya, su hermosa voz que en lugar de leer los poemas los canta. Me hizo un gesto con su mano y me señaló un asiento—. Siéntate.

Me senté en una de aquellos sillones aterciopelados y todos los que allí se encontraban se acercaron, algunos, en pisos superiores, se asomaban por las barandillas. Murmuraban mi nombre, como expectantes ante algo que yo no comprendía. Neruda se apoyó en mi hombro y yo le miré como un corderito inocente ante la visión de un milagro.

— Tú eres Roger Prats Herrera, el más grande escritor de todos los tiempos, todos aquí te admiramos y aprendemos de lo que eres capaz de hacer. La única pena, es que jamás escribiste nada.

Con aquellas palabras regresé de mi ensoñación y rompí a llorar por más de dos horas…

Evidentemente, aún a día de hoy, considero una exageración lo que Neruda me dijo en sueños. Pero lo que me impactó no fue lo de “el más grande escritor”, lo que me impactó hasta quemarme fue lo de “jamás escribiste nada”. Este blog y todo lo que hago aquí, es porque creo en lo que me dijo Neruda, sé que si escribo cada día llegaré a merecer ese cielo, no a ser “el mejor escritor de todos los tiempos”, pero sí a ser el mejor escritor que pude ser. Me mereceré codearme con ellos, con mis buenos compañeros, mis amados amigos, los escritores que sí escriben.

 

 

 

Imagen extraída del interesante post sobre bibliotecas: http://radarmexeriqueiro.blogspot.com.es/2013/06/as-bibliotecas-mais-incriveis-do-mundo_4.html