La soledad y su hueco, ese agujero infame que me encuentro en los rostros de mis pesadillas, en una esquina del monstruo de turno que pretende destriparme y lanzar mis intestinos a una pandilla de perros rabiosos. En un rincón de su obesa barbilla, escondido tras la barba prominente que invade su rostro demacrado y verde por el pus podrido, ahí, en esa milésima parte de su ser, está la soledad en forma de vacío, de orondo poro o boca, de gorda y espeluznante depresión infinita en la superficie del horror de su cara.

Veo como me clava el cuchillo más abajo del ombligo extirpándome la escasa y colgante figura de mi pene inservible para el amor, encogido de pavor y de frío. Digan lo que digan, el dolor también existe en los sueños, como existe el amor y el miedo (¿Qué es el dolor sino un hijo de ellos dos?).

Al horror y a la confusión de cada beso de su navaja afilada en mi vientre, hay que añadir ese acantilado extraño que llega más allá de sus huesos y su alma. A quién le importa que lo maten, que le arranquen el pene a dentelladas, a quién le duele la muerte acelerada por el acto de un asesino postizo, creado por una imaginación torturada a la que le han extirpado la única musa que le inspiraba la vida. Ese hueco es el que siembra temblores en los campos de mi aparente indiferencia, es el vacío rotundo de un grito que pesa y me rompe los dientes al ser abandonado a la realidad del sonido, es un aire ausente, un viento que se sopla a si mismo formando huracanes íntimos, que solo son visibles en lo más recóndito de unos ojos llorosos.

Ver un precipicio y que su gravedad te duela, eso es, de la soledad, el amor. Desear el vértigo de la caída como un abrazo que ponga fin a toda felicidad que escapa, eso es, de la soledad, el miedo.